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Videoclubs: el último refugio de los amantes del cine

Videoclubs: El último refugio de los amantes del cine

La década de 1990 fue la época de la que mejores recuerdos tengo. No sólo porque crecí durante esos años, sino porque fue cuando comencé a descubrir lo que realmente me fascinaba. Entre los momentos más destacables, podríamos incluir cuando llegó aquella Navidad a mi casa la Super Nintendo, junto con el Super Mario All-Stars, cuando gané mi primera medalla de judo y, en lo más alto, cuando mis padres me llevaron por primera vez al cine de mi barrio.

Pero en medio de todas mis reminiscencias y experiencias que se entrelazan en mi memoria, uno de los lugares que más emoción despiertan es el videoclub. No era un sitio grande, ni especialmente cuidado, pero se convirtió en un refugio y un punto de encuentro que no tenía comparación con ninguna otra cosa a nivel de emoción.

Ubicado en una calle tranquila, junto a una pizzería de toda la vida que a día de hoy sigue funcionando con los mismos dueños, y que cada vez que paseo por allí cuando voy de visita, me hace recordar esas cenas familiares, cumpleaños de amigos y compañeros del colegio que allí se celebraban, aquel videoclub colindante se convertiría en el escenario de muchas historias, risas y descubrimientos durante aquellos años. Su fachada modesta y pintada de amarillo, con un letrero desgastado y una puerta de cristal que crujía al abrirse, no anticipaba la riqueza de tesoros cinematográficos y videojuegos que se escondían dentro.

Caminar por sus pasillos compuestos por estantes, era como explorar un mundo nuevo cada vez. Las estanterías repletas de películas, por aquel entonces de formato VHS, y los pósteres en las paredes generaban una calidez única, abriendo una ventana a la cultura de aquellos tiempos. Allí, podías encontrar desde las últimas novedades de Hollywood hasta maravillas del cine independiente o europeo que de otra manera habrían pasado desapercibidas. Sin olvidar "el rincón prohibido", cuyo acceso estaba limitado a los adultos y generalmente oculto tras cortinas de tela negra. En ocasiones observabas a gente inquieta, esperando el momento adecuado para entrar, lejos de miradas acusadoras. Lo que alquilase ese cliente, era un pacto no hablado de confidencialidad entre el dependiente y él. También disponía de un extenso catálogo en videojuegos para disfrutar durante los fines de semana fríos y lluviosos del invierno, en los que el mayor de los placeres, era estar en casa y disfrutar de unas partidas con tu vecino al Street Fighter entre palomitas y sándwiches de Nocilla.

Pero la selección era una ardua tarea. En ocasiones en solitario y otras acompañado por amigos, entrábamos en aquel lugar, donde podíamos pasarnos literalmente la tarde entera eligiendo el título que más nos convenciera, ya que cada uno tenía su género favorito. Las comedias, los thrillers, las películas de acción y las de ciencia-ficción nos esperaban pacientemente en sus estuches de plástico. Los empleados del videoclub, que ya nos conocían de sobra, en ocasiones se acercaban ante tanta inseguridad, comunicándonos los últimos estrenos de los viernes y orientándonos en nuestra decisión mediante su criterio asombrosamente acertado, y en ocasiones, guiados por la necesidad de encasquetarte el truño de turno, que incluyeron en su último pedido y no daban salida, todo sea dicho.

Si había un momento de felicidad absoluta, eran las noches de los viernes en mi casa, cuando llegábamos mi padre y yo con las películas elegidas: una para mí, que veíamos juntos y otra para ellos, que generalmente se reservaba para mi marcha a la cama, mientras mi madre esperaba con las palomitas de microondas listas. Llegado el instante de introducir la cinta en el reproductor de vídeo, era cuando se cerraba el círculo y el momento de disfrutar de la experiencia cinematográfica tan esperada a lo largo de la semana.

Al día siguiente, acudías a devolver el estuche, echando un último vistazo, pensando en qué te depararía la semana próxima. Pero si había algo que al dependiente le tocaba especialmente las pelotas, era que, pese a sus insistentes advertencias en el momento de alquilar tu película, no la devolvieras rebobinada, y la conversación cada siete días con reproches por no hacerlo, también se convirtió en un clásico absoluto. Bajo la aceptación y la decepción de éste, indicando que nadie lo hacía nunca y que estaba harto de rebobinarlas él, asumía que era una batalla perdida y se retiraba a la oscuridad de sus aposentos a llevar a cabo la importante tarea de preparar la cinta para que su próximo uso fuera óptimo.

Con el paso de los años, los videoclubs se volvieron obsoletos con la llegada de los servicios de streaming y las grandes cadenas de alquiler de películas como Blockbuster, desaparecieron uno tras otro, pero también los últimos resquicios de los pequeños comercios, que intentaron por todas las vías resistir, como la integración de servicio automático de alquiler, cajones de devolución y promociones agresivas. La llegada de Internet, y con éste, eMule y Kazaa, con su nido de virus, o las plataformas digitales, dieron muerte a esos lugares tan emblemáticos, y con ellos, los trabajadores que tantas horas nos aguantaron, tantas cintas rebobinaron, y donde colgaron en algún momento el definitivo póster en la pared.

El último videoclub de mi barrio, desapareció definitivamente hace unos pocos años. Un día entré llevado por la nostalgia. Su único y último trabajador, era el propio dueño del negocio, que reposaba sentado tras el mostrador. En aquel momento comenzó una charla que me será difícil olvidar, en la que me contó que ese era el segundo de una cadena de cuatro videoclubs que tuvo en propiedad en los tiempos de bonanza de los alquileres de películas, que la llegada del DVD y la piratería les hizo mucho daño, pero que resistieron más o menos bien. Su última gran jugada, como el naufrago que se aferra a la madera flotante del barco hundido para no morir ahogado, fue añadir un apartado de sex shop y artículos de despedida de soltero para poder arañar algo, pero que tampoco estaba funcionando. Con la mirada cansada, deseosa de jubilación por el pesar de los años, me decía que estaba buscando comprador para el local. Mientras, yo observaba lo que en su día fue aquel mágico establecimiento, ahora solo reposaban cajas polvorientas, con cientos de películas guardadas, a la espera de ser compradas por un valor simbólico; las mismas que décadas atrás nos hacían alucinar. Las estanterías desnudas, sabiendo que vivieron tiempos mejores y un mostrador que llevaba mucho sin ser testigo de una entrega para su posterior rebobinado. Compré una película por 3€ y me fui, siendo consciente de que quizá sería la última vez que estaría allí. 

Meses después, pasé por allí, el cierre se había bajado definitivamente. Me tomé unos minutos observando aquella fachada, y eché un último vistazo antes de reanudar mi camino.

Tiempo después, se convirtió en una casa, donde me gusta pensar que allí vive alguien con mi misma pasión.


DaviOne
DaviOne

19 de septiembre 2023

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