Adiós a los cines de barrio: un legado irreemplazable
Cierro los ojos y me veo a mí mismo, en mi infancia, en una de esas tardes lluviosas de invierno en las que el aroma a palomitas recién hechas flotaba en el aire, y la marquesina del cine del barrio brillaba con luces y afiches de los próximos estrenos. Las colas de personas, sedientas de emociones y buscando alivio a la maravillosa enfermedad que es la cinefília, abarrotaban las aceras de la calle y no los pasillos de un centro comercial, ansiosas por comprar su entrada al taquillero, la persona que te imprimía el billete a un mundo mágico que, tristemente, es irremediablemente imposible que vuelva a vivirse en la piel de las futuras generaciones.
Era un tiempo en el que las películas eran un evento, no una simple opción de entretenimiento. Reunía a familias, grupos de amigos, parejas consolidadas y primerizas, aprovechantes de aquellos recovecos oscuros de las últimas filas para dar rienda suelta a su pasión. Sin teléfonos móviles con conexión continua a Internet, las distracciones eran muy distintas: diálogos acerca de la película que iban a ver, conversaciones sobre fútbol en la cola de las palomitas, o sencillamente del tiempo que haría esa semana. Las personas interactuaban con personas. Disfrutábamos del momento y de la compañía; aquel era nuestro refugio, donde empezamos a sentir ese reconfortante cosquilleo en lo más profundo de nuestros estómagos mientras recorríamos el pasillo hacia la sala de proyección. Ese corredor, generalmente estaba compuesto por displays, pósters de Jumanji, El Rey León, Mars Attacks! o Men in Black, e incluso televisores que permitían ver qué estaban emitiendo en cada momento en las salas, para saber si el pase anterior había finalizado y poder entrar sin destripar nada de tu película. Esta práctica que ahora se conoce popularmente como evitar spoilers.
Pero había algo más en esos cines de barrio que los hacía únicos. Eran como cápsulas del tiempo, refugios de nostalgia que nos conectaban con las generaciones que nos precedieron. Cada butaca parecía tener su propia historia que contar, como si el tiempo se desdibujara y yo fuera parte de una tradición que trascendía décadas. Una vez sentado, con un hilo musical a un volumen considerable, podías amenizar la espera con canciones como: «Blue (Da Ba Dee)» de Eiffel 65, «Baby one more time» de la Britney Spears que enamoró a toda mi generación en los 90, o en una escala más odiosa, «Entre dos tierras» de Héroes del Silencio con el siempre aborrecible Enrique Bunbury.
En ese momento, rodeado de gente bebiendo refrescos, comiendo palomitas, bolsas de Fritos Barbacoa o Risketos, dejando naranja el vaso de 7up al cogerlo, te hacía sentir en una auténtica comunidad, pero no como las de messenger que vinieron después, sino una de verdad, con personas reales, compartiendo la misma pasión.
De pronto, las luces se apagaban.
Los spots televisivos cutres de negocios del barrio comenzaban a llenar la gran pantalla. Posteriormente, los tráilers previos al gran momento. Era entonces, cuando en la más absoluta oscuridad, hacían aparición aquellas luces intensas en tu nuca y de frente. Eran los acomodadores, las únicas personas con potestad para utilizar la herramienta reglamentaria de la profesión: la linterna. Ellos proporcionaban el servicio de sentarte cuando la oscuridad te impedía avanzar entre esas hileras de personas ya en sus asientos, con las piernas estiradas a la espera de zancadillearte protegidos por la penumbra y el anonimato. Con funciones extra como alumbrar en la cara a las anteriormente mencionadas parejas en los momentos de mayor éxtasis, o velar por la correcta proyección cuando alguien se pasaba de la raya con el tono de voz en los comentarios con su acompañante.
Recuerdo la majestuosidad de la pantalla grande, la sensación de sentarme rodeado de extraños que compartían la misma expectación. Una vez que la película cobraba vida, en una danza de luces y sombras, durante unas horas, éramos transportados a otros mundos, a otras vidas. Era una experiencia que despertaba todos los sentidos y estimulaba la imaginación. Entre risas, llantos y comentarios, durante unas horas, éramos una gran familia en aquel lugar y nuestros problemas desaparecían.
Una vez finalizada la película, te levantabas aturdido, con la vista acostumbrada a la oscuridad y guiñando ligeramente los ojos. Éramos vampiros saliendo de nuestros ataúdes para abandonarlos camino a la salida, por aquel pasillo que seguía tan iluminado como antes de entrar. Echabas un vistazo final, con la mirada atrás, pensando en cuándo será la próxima vez.
Pero hubo un tiempo, no sé con precisión cuándo, esta sensación desapareció en las salas de cine modernas, con tecnología digital, personal escaso y electrónica en lugar de pósters. Se perdió la calidez, la personalidad propia que generaba sensación de comodidad, convirtiéndose en lugares asépticos, fríos y deshumanizados. Los espectadores, más preocupados de las pantallas de sus smartphones que por disfrutar de la película, han cambiado junto a la esencia de aquellos lugares, que no son ni serán la sombra de lo que fueron.
Mientras avanzamos hacia un futuro incierto, siento una mezcla de gratitud y nostalgia por los cines de barrio. Son testigos silenciosos de mis recuerdos más queridos, lugares donde he reído, llorado y soñado con un mundo más grande que el mío. Mi esperanza es que estas joyas cinematográficas sigan brillando en el horizonte, recordándonos a todos que, en la era digital, aún hay espacio para la magia de la pantalla grande y la nostalgia que nos hace humanos.
Para cuando se estrenaron "Mars Attacks!" o "El rey león", los cines de mi barrio llevaban casi dos décadas cerrados. Los de mi pueblo, un par de años. Fue en la zona donde vivían mis abuelos donde resistieron algo más, pero no mucho. La última película que vi en un cine de barrio fue "Dinosaurio". Recuerdo bien las circunstancias: era la primera sesión de tarde y el cine tenía "Manuelita" en la otra sala.
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